Fotografía: Fran Gala @erfran72 |
Me pesan las piernas como si se hubieran convertido en plomo. Los brazos me hormiguean, me zumban los oídos y se me duermen las manos. El corazón no es corazón, es un martillo percutor. Puedo escuchar los latidos que me gritan desaforados. Se me va a salir del pecho. ¿Los corazones explotan? Me va a estallar aquí, en mitad de la calle, a la vista de desconocidos que me mirarán entre atónitos y horrorizados. Esto que siento no es miedo. Es terror. Con todas las letras. De ese que te hace pensar que no vas a salir de ésta, que ha llegado tu momento, que no lo vas a contar. Del que he sentido tantas veces.
He perdido la cuenta de los años que llevo atada a ti. Hay
cuentas que dan saldo negativo incluso antes de empezar. Ésta nuestra sólo ha
restado desde el primer día. Me ha restado juventud, ilusiones y proyectos. Me
ha quitado las ganas de avanzar. Me limito a sobrevivir dando palos de ciego.
Pero es horrible, porque veo. Mantengo los ojos abiertos de par en par día y
noche. Una alerta permanente.
Ya no duermo. No sé dormir. Se me ha olvidado cómo se hace y
qué se siente cuando uno se levanta tras un sueño reparador. Soñar.. ¡Ay,
soñar! Ni siquiera tengo sueños. Recuerdo que los tenía. Pero eso era al
principio, cuando tú aún no te mostrabas tal y como eres en realidad. En mi
duermevela sólo tengo pesadillas. No. Miento. Hace unos meses soñé. Fue un
sueño maravilloso. Mi pequeño había nacido y lo acunaba en el porche, al
arrullo de una noche templada de otoño. Había luciérnagas en el jardín. Mi
pequeño. De haber nacido no habría sido tuyo. Jamás.
Maldita la hora en que apareciste en mi vida. Maldito este
puente en el que me dejé atar a ti. Aquel gesto romántico: - “Escribe la fecha
en el candado, cariño, que no se nos olvide nunca”-. ¿Olvidarlo? No existe
preso en el mundo que olvide el día de su encierro. Recuerdo incluso el olor a
óxido de otros candados ya antiguos y estropeados. Quiero pensar que esconderán
historias felices. Sin golpes, sin miedo, sin condenas.
Se me paralizan las piernas. Avanzo tambaleante. Creerán que
estoy bebida, o drogada, o yo que sé. Me agarro a la barandilla e intento
respirar con calma. Y pienso que yo puedo, que yo debo, que ha llegado la hora.
Consigo alcanzar la mitad del puente. Hay menos candados que la última vez. Busco
el nuestro. Es el que más brilla y casi me dan ganas de echarme a reír. Busco
en el bolso, saco una llave minúscula y lo abro. Lo arrojo al agua con furia,
con la rabia que llevo años guardándome dentro. Observo cómo las aguas negras
del río se lo tragan. Y me dejan de temblar las piernas. Y el corazón se me
calma. Ya no siento martilleos. Sólo pequeñas patadas en el vientre que me
hacen sonreír. Somos libres.
Texto: Rosa Muro @pink_wall
Hay que ver la de cosas que creemos que nos atan, y en realidad somos nosotros los que sin darnos cuenta nos atamos, pero solo nos damos cuenta cuando es difícil zafarse de las ataduras.
ResponderEliminarLos seres humanos somos nuestros peores enemigos y nuestros más severos carceleros. Pero más vale darse cuenta tarde que nunca, que suele decirse, no? :-)
Eliminar