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lunes, 31 de marzo de 2014

LA INDIFERENCIA

Fotografía: Fran Gala @erfran72

Todos los días la misma rutina. El locutor de su emisora favorita le despertaba cada mañana a las 7:00. Apagaba la radio de un manotazo, refunfuñaba un rato y se hacía el remolón. Finalmente se levantaba, se despojaba del pijama camino de la ducha, lo dejaba tirado sin importar dónde caía y después desayunaba lo que ya encontraba preparado en la mesa del comedor.  Devoraba la prensa económica alternando la vista del plato al periódico y viceversa. Todas las mañanas.

Al acabar la jornada volvía tarde a casa, cansado y de mal humor. Daba un portazo al entrar que hacía tintinear las lágrimas de cristal de la lámpara de la entrada. Invariablemente. Encendía el televisor con el volumen prácticamente al máximo mientras arrojaba el abrigo y el maletín sobre el sofá, se aflojaba el nudo de la corbata y se sentaba a la mesa. Todo lo encontraba a punto, cada plato preparado con esmero, ni muy frío ni muy caliente, con una cuidadísima presentación. Todas las noches.

Al final el silencio le pudo. Le ganaron la batalla la desgana, la desidia y la dejadez. No pudo con más portazos  ni más tintineos, no soportaba más despertares con aquel locutor insufrible a todo trapo, no iba a consentir más cenas sepulcrales ni más maletines abandonados a su suerte por doquier. Pero por encima de todo le desgarró la indiferencia. Ella se cansó de ser invisible.

Aquella noche planchó el vestido que a él más le gustaba. Se recogió el cabello, se maquilló con esmero, puso los mejores cubiertos en la mesa, la cristalería más cuidada, cocinó su plato favorito y esperó a que él volviera del trabajo.

Tras el golpe de la puerta y el correspondiente tintineo de cristal constató que él seguía sin verla. Pese al vestido, al perfume y al carmín de sus labios. Aguardó a que se aflojase la corbata y se sentase a cenar. Entonces le dedicó su mejor sonrisa, aun a sabiendas de que él no se iba a percatar. Se dió media vuelta y se dirigió con aparente calma hasta la cocina, con la sonrisa petrificada en la cara. Respiró hondo, abrió el cajón de los cubiertos y cogió el cuchillo más grande que encontró. 


Texto: Rosa Muro @pink_wall

lunes, 17 de junio de 2013

LA TORRE Y EL CABALLERO






Aquel caballero vestía con desaliño. Su barba descuidada y unas manos de extraordinario tamaño le conferían aspecto de hombre rudo. Pero bajo esa apariencia escondía un corazón tendente a la ternura. Sabía que no podía permitirse el lujo de revelar semejante debilidad a sus enemigos, siempre al acecho, atentos a un paso en falso que él pudiera dar, ávidos de venganza y anhelantes de poder. 

Por eso portaba una coraza que mandó hacer a medida al herrero de la aldea. No era una coraza cualquiera. Estaba fabricada con los materiales más resistentes del Reino. Él mismo se encargó de salir a buscarlos. No se fiaba de nadie más. Recorrió minas recónditas y parajes abruptos. Eran lugares en los que ningún otro súbdito se atrevía a adentrarse. 

Cuando regresó con su botín, el herrero, al ver todo aquello, preguntó: 

- Pero, ¿qué necesidad hay, señor, de que porte una armadura de tamaña envergadura? ¿Acaso teme a las lanzas, las flechas y las espadas de aquellos que le desean el mal?

A lo que el caballero respondió: 

- Mi único temor, el que me roba las noches y me atenaza los días no está en la aldea. Mi mayor miedo se encuentra ahí arriba.- Señaló hacia la torre que, en lo alto de una loma, se erigía majestuosa sobre el pueblo. 

– Ella. Esa extraña doncella. Vive enclaustrada en la torre y me tiene fascinado. Nadie la ha visto nunca, pero dicen que una mirada suya enloquecería al hombre más cuerdo. Me robará el corazón y no puedo permitirlo.

El herrero le dio un par de palmadas secas en la espalda y con voz risueña le respondió: 

- Ya no tiene sentido temer, señor, porque su batalla está perdida. Ninguna coraza, por invencible que parezca, le podrá proteger del embrujo de una dama.