Aquel caballero vestía con desaliño. Su barba descuidada y unas manos de extraordinario tamaño le conferían aspecto de hombre
rudo. Pero bajo esa apariencia escondía un corazón tendente a la ternura. Sabía
que no podía permitirse el lujo de revelar semejante debilidad a sus enemigos, siempre
al acecho, atentos a un paso en falso que él pudiera dar, ávidos de venganza y
anhelantes de poder.
Por eso portaba una coraza que mandó hacer a medida al
herrero de la aldea. No era una coraza cualquiera. Estaba fabricada con los
materiales más resistentes del Reino. Él mismo se encargó de salir a buscarlos.
No se fiaba de nadie más. Recorrió minas recónditas y parajes abruptos. Eran
lugares en los que ningún otro súbdito se atrevía a adentrarse.
Cuando regresó
con su botín, el herrero, al ver todo aquello, preguntó:
- Pero, ¿qué necesidad
hay, señor, de que porte una armadura de tamaña envergadura? ¿Acaso teme a las
lanzas, las flechas y las espadas de aquellos que le desean el mal?
A lo que
el caballero respondió:
- Mi único temor, el que me roba las noches y me
atenaza los días no está en la aldea. Mi mayor miedo se encuentra ahí arriba.- Señaló hacia la torre que, en lo alto de una loma, se erigía majestuosa sobre
el pueblo.
– Ella. Esa extraña doncella. Vive enclaustrada en la torre y me tiene
fascinado. Nadie la ha visto nunca, pero dicen que una mirada suya enloquecería al hombre más cuerdo. Me robará el corazón y no puedo permitirlo.
El herrero le dio un
par de palmadas secas en la espalda y con voz risueña le respondió:
- Ya no tiene
sentido temer, señor, porque su batalla está perdida. Ninguna coraza, por invencible
que parezca, le podrá proteger del embrujo de una dama.