Fotografía: Fran Gala @erfran72 |
El olor a humedad de la moqueta sucia del hotel se le había
quedado incrustado tras las cuencas de los ojos. Resultaba nauseabundo. Le
recordaba vagamente a la primera vez que se acostó en el catre de su celda y se
tapó con aquella manta raída y desgastada. Encendió un cigarro e inhaló con
fuerza intentando enmascarar aquel recuerdo.
Las cortinas de la habitación amarilleaban por las esquinas
y había agujeros de pequeñas quemaduras a través de los que se colaba la luz de
la calle. Se imaginó a algún otro individuo taciturno, como él, espiando desde
aquella ventana mientras fumaba. Quedaba claro que no era él quien primero lo hacía.
Llevaba allí tres días encerrado, sobreviviendo a base de
cerveza caliente y pizza fría. Manjar de dioses si lo comparaba con los últimos
cuatro años de encierro. Cada vez que bajaba al comedor, durante aquellos
interminables meses, cerraba los ojos delante del plato e imaginaba que se
trataba de una de las deliciosas recetas de su dulce Lydia. Sólo así conseguía
tragarse sin vomitar aquella bazofia a la que el malnacido del alcaide llamaba comida.
El segundo día en prisión conoció a Marcelo. Nueve años y un
día por intento de homicidio. La ascendencia italiana de ambos les convirtió en
reclusos inseparables. Le acogió bajo su protección con el beneplácito de Don
Luiggi, uno de los caciques del módulo, después de que éste último decidiera que
el preso nuevo le caía bien. El día que a Marcelo le concedieron la libertad se
sintió huérfano como un niño. Le hizo jurar que cuidaría de Lydia hasta que a
él le soltaran. De aquello hacía 7 meses.
El sonido de un claxon en el exterior le devolvió al presente. Se dio cuenta de que, en su retraimiento, el cigarro se le
había consumido entre los dedos. Encendió otro pitillo, lanzó el mechero sobre
la cama, echó un vistazo rápido a su reloj de bolsillo y volvió a mirar de
soslayo por la ventana. Allí estaba él: Marcelo, al que consideraba como su
hermano, apostado junto a una farola.
Había llegado el momento. Se acercó al armario, sacó un arma y comprobó que estaba
cargada. Retiró el seguro. Apagó el cigarrillo en la moqueta. El olor a moho y
a traición le envolvieron por completo revolviéndole el estómago. Respiró
hondo, abrió el ventanal, se apoyó en el alféizar apuntando hacia la farola y
esperó pacientemente a que, en cualquier momento, su dulce Lydia apareciese a
la vuelta de la esquina.
Texto; Rosa Muro @pink_wall
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