Fotografía: Fran Gala @erfran72 |
El mundo al revés. Quién me iba a decir a mí, a mis 76 años
recién cumplidos, que me iba a encontrar el mundo patas arriba. Cómo iba yo a
sospechar que las cosas iban a cambiar de esta manera. Llevo toda la vida
presumiendo de que me deslomé trabajando para que mi familia viviera mejor de
lo que lo hicieron mis padres y mis abuelos, pero los motivos para presumir
se han esfumado. Resulta que han
cambiado las tornas. Jamás pensé que mis ojos llegarían a ver algo así.
Salgo a pasear todas las mañanas. Por eso sé que me hago
viejo. Porque me gusta caminar sin rumbo fijo, sentarme en un banco y dejar
pasar el día sumido en pensamientos y recuerdos. Rememoro a menudo y con cariño los años
vividos en Venezuela. Labrarme un porvenir allí fue duro, pero el esfuerzo
mereció la pena. Media vida al otro lado del océano luchando por asegurar un
futuro acomodado a mis hijos. Y creí que lo había conseguido.
Me gustan los bancos de la plaza a media mañana. Tomo
asiento y juego a adivinar cómo serán las vidas de los que deambulan ante mis
ojos. ¿Les irá bien? Me pregunto durante cuánto tiempo los jóvenes continuarán
manteniendo la esperanza, durante cuánto más los mayores conservarán las
fuerzas para seguir alentándoles. Pienso, medito, bostezo… Estoy cansado.
Cansado porque hace ya tiempo que paso las noches pares
soñando que sigo en Caracas. Los niños aún son pequeños y no entienden de
preocupaciones. Los días impares, sin embargo, no consigo dormir. Se deslizan
las horas lentas y agónicas por mi cabeza. Hago números, sumo facturas, cavilo.
Pero las cuentas no salen. Dos hijos en paro y cuatro nietos son muchas bocas
que alimentar. Menos mal que su difunta madre ya no está aquí para verlo. Menos
mal que tengo 76 años. Y mi pensión. Y la dignidad.
Texto: Rosa Muro @pink_wall
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