Fotografía cortesía de Norberto Santos @norbertosl |
Seguí las
huellas de tu recuerdo con paso vacilante. Me llevaron hasta un prado de árboles
infinitos y espigas doradas que se contoneaban a merced del otoño. El lugar en el que hicimos planes por primera
vez. Yo reía sin parar tumbada sobre la hierba mientras seguía con la mirada el
vaivén de los volantes de mi falda. Tú gesticulabas preso del entusiasmo junto
a mí, apoyado sobre un brazo mientras me retirabas el cabello de la cara con la
mano que te quedaba libre y me besabas la sien.
Me
contabas historias increíbles que me creí. No sé cómo en aquel momento no me di
cuenta de que aquello que pretendías que construyéramos juntos no eran más que
castillos en el aire. Poco tiempo después caí en ello de golpe. Un golpe seco y
frío causado por una ráfaga de viento que derrumbó los cimientos de nuestros
castillos. El viento de la mentira.
Aquel
día, en el prado, estaba loca de amor. Y la locura del corazón empaña los ojos
del sentido común. Fui la última en saber que frecuentabas aquel rincón maravilloso con
otras que no eran yo. Que los castillos que pretendías edificar formaban legión,
que no eran patrimonio tuyo y mío. Un golpe seco, frío y asolador.
El tiempo
ha convertido el dolor en pena. La danza hipnótica de las ramas mitiga mi
tristeza. Porque cuando siento que ésta se adueña de mí me tumbo en la
hierba, entrecierro los ojos, me recreo en el espectáculo y pienso en que al
menos obtuve algo bueno de ti: El baile de las espigas.
Texto: Rosa Muro @pink_wall
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