Fotografía: Fran Gala @erfran72 |
El amanecer despierta desesperanzado de nosotros. El alba ya
no le echa ganas al mundo. Hace tiempo que no nos tiene fe. Los rayos de sol
nos persiguen intentando acariciarnos la piel y casi siempre se quedan a las
puertas de lograr templarnos. Nuestra prisa les esquiva y acaban finalmente
dándose por vencidos. Se dan media vuelta cabizbajos y con los hombros
encogidos. Nos dejan por imposibles, con la tez cetrina, sin brillo y la mirada
opaca de sueños.
Corremos. Corremos intentando llegar a lugares que sabemos
inalcanzables de antemano. Tenemos la certeza de que la perfección que
anhelamos no existe. Y a sabiendas de todo esto nos aferramos a esa quimera.
Nuestro afán nos envuelve en una necedad ciega que ni siquiera nos molesta. Rozamos
los límites de la ridiculez y nos convertimos en seres absurdos y patéticos.
Escalamos cimas sin pararnos en los miradores a apreciar el
paisaje. Empujamos a la cuneta a quienes creemos que nos puedan adelantar en la
subida. Llegamos incluso a pisotear los cuerpos sin vida de quienes se quedaron en el
camino. Intentamos conquistar el fin del mundo cuando tan siquiera sabemos
apreciar el regalo que supone el inicio de un nuevo día.
Vivimos tan acelerados que nuestra esencia se desintegra. Nos
acabamos desdibujando. No olemos, no sentimos, no palpamos. Perdemos la
capacidad de ver a los demás. Nuestro propio reflejo se pierde. Somos
invisibles.
Menos mal que la naturaleza, pese a su desesperanza hacia
nosotros, es generosa y no se rinde. Nos sigue dando el voto de confianza que no
deberíamos merecer. Por eso cada mañana vuelven los rayos de sol que parecían
vencidos para darnos una nueva oportunidad. Quizás deberíamos probar a
permanecer inmóviles y dejarnos templar.
Texto: Rosa Muro @pink_wall
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