Fotografía: Fran Gala @erfran72 |
Al salir de la iglesia el día le cegó. Siempre le ocurría
igual cada vez que volvía al pueblo. Se sentía envuelto por una luz diferente, más intensa, más
blanca. Tal vez se debiera a que las fachadas que el Ayuntamiento obligaba a
blanquear cada temporada actuaban de espejo y todos los rayos apuntaban inexplicablemente
hacia él. Siempre. Se despidió de los asistentes con un ligero movimiento de
cabeza. No había sido un funeral multitudinario, pero tampoco esperaba mucho más. Su
padre nunca tuvo buen carácter ni ganas de hacer amigos. Ni en casa ni fuera de ella.
Se dirigió con paso lento hacia el único bar del pueblo. Siempre que pensaba en su progenitor lo recordaba en la terraza de aquel bar. Volvía del campo, se cambiaba las botas manchadas de tierra por unas zapatillas de esparto, se lavaba las manos y sin decir palabra se dirigía hacia allí. Pedía una cerveza, liaba un cigarrillo, lo encendía y lo dejaba consumir entre los dedos mientras veía a los paisanos desfilar delante de él. Todo ello sin mediar palabra. Siempre solo.
El local estaba cerrado. Se sentó en una silla desvencijada
que había junto a la puerta y se encendió un cigarro. No tenía cerveza que
acercarse a los labios pero aun así fijó la mirada al frente. Exactamente igual que solía hacer él. Pero ahora ya no había nadie a quien observar. El pueblo estaba desierto. Las
fachadas seguían encaladas pero los socavones de la calle continuaban sin
arreglar. La barandilla de la terraza necesitaba una mano de pintura. Hasta los tiestos que adornaban la acera habían dejado morir a sus propias plantas.
No había sentido pena durante el proceso de la enfermedad. Ni siquiera en el sepelio. No le habían emocionado las palabras del párroco, ni
los pésames, ni siquiera el lúgrube sonido del órgano de la iglesia. Nada. Se sentía hueco por dentro. Pero de
pronto la nostalgia se apoderó de él. Se le anudó a la garganta, le trepó por
la nuca y se le aferró a los ojos. Se le mezcló con la luz que irradiaban
aquellas malditas fachadas. Y rompió a llorar.
Lloró por aquel hombre huraño y solitario. Por una infancia triste en
blanco y negro. Lloró por los gestos de cariño que se perdieron en el camino. Y
por aquel pueblo ahora muerto. Muerto como su padre. Lloró porque a pesar de lo
que él le había reprochado mil veces, los hombres sí lloran. Y las lágrimas no cesaron de brotar hasta que el cigarrillo se le consumió entre los dedos. No paró hasta que a aquellas
macetas les volvieron a brotar flores. Porque ya no había nadie a quien mirar
pasar.
Texto: Rosa Muro @pink_wall
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