lunes, 22 de septiembre de 2014

LA DULCE LYDIA

Fotografía: Fran Gala @erfran72




El olor a humedad de la moqueta sucia del hotel se le había quedado incrustado tras las cuencas de los ojos. Resultaba nauseabundo. Le recordaba vagamente a la primera vez que se acostó en el catre de su celda y se tapó con aquella manta raída y desgastada. Encendió un cigarro e inhaló con fuerza intentando enmascarar aquel recuerdo.

Las cortinas de la habitación amarilleaban por las esquinas y había agujeros de pequeñas quemaduras a través de los que se colaba la luz de la calle. Se imaginó a algún otro individuo taciturno, como él, espiando desde aquella ventana mientras fumaba. Quedaba claro que no era él quien primero lo hacía.

Llevaba allí tres días encerrado, sobreviviendo a base de cerveza caliente y pizza fría. Manjar de dioses si lo comparaba con los últimos cuatro años de encierro. Cada vez que bajaba al comedor, durante aquellos interminables meses, cerraba los ojos delante del plato e imaginaba que se trataba de una de las deliciosas recetas de su dulce Lydia. Sólo así conseguía tragarse sin vomitar aquella bazofia a la que el malnacido del alcaide llamaba comida.

El segundo día en prisión conoció a Marcelo. Nueve años y un día por intento de homicidio. La ascendencia italiana de ambos les convirtió en reclusos inseparables. Le acogió bajo su protección con el beneplácito de Don Luiggi, uno de los caciques del módulo, después de que éste último decidiera que el preso nuevo le caía bien. El día que a Marcelo le concedieron la libertad se sintió huérfano como un niño. Le hizo jurar que cuidaría de Lydia hasta que a él le soltaran. De aquello hacía 7 meses. 

El sonido de un claxon en el exterior le devolvió al presente. Se dio cuenta de que, en su retraimiento, el cigarro se le había consumido entre los dedos. Encendió otro pitillo, lanzó el mechero sobre la cama, echó un vistazo rápido a su reloj de bolsillo y volvió a mirar de soslayo por la ventana. Allí estaba él: Marcelo, al que consideraba como su hermano, apostado junto a una farola. 

Había llegado el momento. Se acercó al armario, sacó un arma y comprobó que estaba cargada. Retiró el seguro. Apagó el cigarrillo en la moqueta. El olor a moho y a traición le envolvieron por completo revolviéndole el estómago. Respiró hondo, abrió el ventanal, se apoyó en el alféizar apuntando hacia la farola y esperó pacientemente a que, en cualquier momento, su dulce Lydia apareciese a la vuelta de la esquina. 


Texto; Rosa Muro @pink_wall

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