lunes, 30 de septiembre de 2013

EL ARCHIVO DE LAS MARAVILLAS

Fotografía: Fran Gala erfran72




Me enrosco sobre mí misma buscando la mejor postura. Me giro hacia un lado, doy vuelta hacia el otro y no paro hasta que las ganas de devorar me susurran: -Ahí, justo ahí, no te muevas.- Y es entonces cuando sé que estoy dispuesta. Y me sumerjo. Buceo entre palabras desordenadas con olor a tinta antigua. Me dejo llevar por las corrientes subterráneas del subconsciente sin oponer resistencia.

A veces me como las letras a bocanadas, como un pez ávido de oxígeno. Me las trago con avidez. En otras ocasiones las saboreo con deleite, lentamente, sin prisa. Depende de cada historia. 

Disfrutar de la incertidumbre. De los giros brutales. De los argumentos soñados y los personajes imposibles. Pensar de repente: -¡Esto ya lo he vivido!-. Gritar mentalmente: -¡¡¡Esto lo que quiero vivir!!!-

Me abandono en los brazos de cada trama, voy tirando poquito a poco de cada hilo. Y deshago la madeja muy despacio, recreándome en los detalles y las descripciones. Imagino olores intensos, sutiles, embriagadores. Anticipo finales felices. Experimento sensaciones que anoto mentalmente para no olvidarlas nunca. Las guardo como un tesoro en mi archivo de las maravillas.

Cambio de postura, se me ha dormido un brazo. Aunque creo que no está dormido, simplemente se ha embebido de la historia y ha perdido sensibilidad, porque está toda concentrada entre las páginas. Esas páginas que cuando son vírgenes desprenden un aroma tan especial.

Vuelo sin tener alas, sueño con las pupilas dilatadas y  amo sin mesura. Me deshago en llanto incontrolable. A veces incluso lloro de risa. Sonrío como una tonta, aprendo lecciones de vida. Y sobre todo siento placer. Disfruto y me recreo al saber que no va a  terminar nunca. Porque cuando acabe un libro, otro me estará esperando. Me mirará con los ojos ardientes, expectante, igual que yo a él, suplicando que lo tome entre mis manos y me zambulla en su interior.

Placer. Placer infinito.


Texto: Rosa Muro pink_wall




lunes, 23 de septiembre de 2013

LAS CALLES MUERTAS

 
Fotografía: Fran Gala @erfran72




Al salir de la iglesia el día le cegó. Siempre le ocurría igual cada vez que volvía al pueblo. Se sentía envuelto por una luz diferente, más intensa, más blanca. Tal vez se debiera a que las fachadas que el Ayuntamiento obligaba a blanquear cada temporada actuaban de espejo y todos los rayos apuntaban inexplicablemente hacia él. Siempre. Se despidió de los asistentes con un ligero movimiento de cabeza. No había sido un funeral multitudinario, pero tampoco esperaba mucho más. Su padre nunca tuvo buen carácter ni ganas de hacer amigos. Ni en casa ni fuera de ella.

Se dirigió con paso lento hacia el único bar del pueblo. Siempre que pensaba en su progenitor lo recordaba en la terraza de aquel bar. Volvía del campo, se cambiaba las botas manchadas de tierra por unas zapatillas de esparto, se lavaba las manos y sin decir palabra se dirigía hacia allí. Pedía una cerveza, liaba un cigarrillo, lo encendía y lo dejaba consumir entre los dedos mientras veía a los paisanos desfilar delante de él. Todo ello sin mediar palabra. Siempre solo.

El local estaba cerrado. Se sentó en una silla desvencijada que había junto a la puerta y se encendió un cigarro. No tenía cerveza que acercarse a los labios pero aun así fijó la mirada al frente. Exactamente igual que solía hacer él. Pero ahora ya no había nadie a quien observar. El pueblo estaba desierto. Las fachadas seguían encaladas pero los socavones de la calle continuaban sin arreglar. La barandilla de la terraza necesitaba una mano de pintura. Hasta los tiestos que adornaban la acera habían dejado morir a sus propias plantas.

No había sentido pena durante el proceso de la enfermedad. Ni siquiera en el sepelio. No le habían emocionado las palabras del párroco, ni los pésames, ni siquiera el lúgrube sonido del órgano de la iglesia. Nada. Se sentía hueco por dentro. Pero de pronto la nostalgia se apoderó de él. Se le anudó a la garganta, le trepó por la nuca y se le aferró a los ojos. Se le mezcló con la luz que irradiaban aquellas malditas fachadas. Y rompió a llorar.   

Lloró por aquel hombre huraño y solitario. Por una infancia triste en blanco y negro. Lloró por los gestos de cariño que se perdieron en el camino. Y por aquel pueblo ahora muerto. Muerto como su padre. Lloró porque a pesar de lo que él le había reprochado mil veces, los hombres sí lloran. Y las lágrimas no cesaron de brotar hasta que el cigarrillo se le consumió entre los dedos. No paró hasta que a aquellas macetas les volvieron a brotar flores. Porque ya no había nadie a quien mirar pasar. 


Texto: Rosa Muro @pink_wall



lunes, 16 de septiembre de 2013

LA DANZA DE LA LLUVIA


Fotografía: Fran Gala @erfran72


Creímos ser almas gemelas durante un instante. Nos buscamos con los ojos cerrados y la ilusión abierta de par en par. Y mientras tanto, la incertidumbre se nos paseaba por las espaldas.

Arriesgamos nuestro confort emocional y lo expusimos de forma desgarradoramente consciente a las espinas. Y nos pinchamos, y sangramos, y nos curamos las heridas a base de noches de alcohol e insomnio al imaginar al otro aún despierto en la distancia.

En vez de soltarnos el pelo desatamos las querencias, partimos nuestro centro en dos para tener algo que ofrecernos y nos intercambiamos los pedazos para volver a sentirnos de nuevo completos y recompuestos.

Bailamos descalzos bajo la tormenta, quedando a merced de los relámpagos, de la oscuridad, del viento, aun sabiendo casi a ciencia cierta que no había futuro para aquella danza de la lluvia. Cuando amainó caminamos en silencio, uno al lado del otro, sin cogernos de la mano, bajo un cielo plomizo cansado de teñirse una y otra vez sobre las aguas.

Y a pesar de todo dijimos que sí. Corrimos el riesgo. Porque decir no habría sido peor que arriesgar. Decir no habría supuesto quedarse encadenado a la duda de por vida. Y no nos arrepentimos jamás. Ni lo haremos. Fue el mismo viento el que nos secó las ropas y las esperanzas y nos devolvió el calor perdido. Porque no intentarlo hubiera sido resignarse. Y resignarse es dejarse morir en vida.

Para dejarse morir siempre hay tiempo. Eso sí, tarde, muy tarde, cuando ya no queden fuerzas que agotar, ni riesgos que correr, ni lluvia bajo la que bailar. 


Texto: Rosa Muro @pink_wall



Nota: Si habéis llegado hasta aquí quiere decir que hemos superado el período estival y os tenemos de vuelta, cuestión que nos llena de alegría y nos anima a seguir adelante con la misma ilusión que antes del verano. Gracias por seguir confiando en nosotros. Sigamos manteniendo, entre todos, las pupilas bien abiertas. ¡Bienvenidos de vuelta!