lunes, 9 de junio de 2014

UN DÍA DE FIESTA

Fotografía: Fran Gala @erfran72





¡Saludos, pupiler@s! 


Esta semana continuamos con nuestras colaboraciones mensuales de otros escritores diferentes de Rosa Muro (@pink_wall). Esta vez le hemos hecho llegar una de las fotografías de Fran Gala a nuestro amigo Ricardo García para que inventara una historia cuyo resultado nos ha enganchado de principo a fin. Como comprobaréis, es más larga de lo habitual, pero nos ha gustado tanto que pensamos que  no le sobra ni una coma. Esperamos que el resultado os agrade tanto como a nosotros. ¡Gracias Ricardo! Estamos seguros de que vais a disfrutar de su pericia con las palabras, su imaginación y su creatividad. Si os quedáis con ganas de más podéis leerle en netbookk, un rincón maravilloso cargado de sugerente sensualidad. 
Os dejamos ya con su relato:




-         Ya se acercan, papá – me dice Pablo, bajando rápido de la silla y asomándose a la puerta.

Al fondo de la calle ya se pueden escuchar los tambores y empiezan a verse los primeros gigantes y cabezudos. El desfile está a punto de llegar a la puerta del Bar de Manolo, porque para mí siempre será así, por mucho que quien esté ahora detrás de la barra haya venido de muy al este, tenga los ojos rasgados y casi no sepa hablar nuestro idioma.

-         ¿Cuánto es? – le pregunto al camarero.

-         Un eulo – me contesta, con ese acento particular, y sonriendo tan amable como siempre.

-         Aquí tiene. Gracias – me despido con una media sonrisa, dejando una pequeña propina.

Y aunque no podría jurar que fuesen los mismos, al fin y al cabo, es gracias a ellos por lo que puedo estar ahora de nuevo en mi ciudad, a la que no había vuelto desde hacía muchos años…

-         Vamos Papá, que ya llegan – me recuerda Pablo estirándome nervioso de la manga. Excitado ante la posibilidad de ver, por fin,  a los Gigantes y Cabezudos de los que tantas veces me ha oído hablar.

Hoy es el día grande de las Fiestas Patronales, que empezaron ayer y acabarán mañana. Pero en ocasiones, si el calendario lo permite, la ciudad se contagia de la alegría de la incipiente primavera y empalma uno detrás de otro hasta cinco días de fiesta en los que le dice adiós al riguroso invierno de estas tierras para recibir con fiestas, pasacalles y mucha alegría, a las flores, al sol y a la nueva cosecha, símbolo de prosperidad. 

Esos días de fiesta de hace unos cuantos años, fueron mi punto de inflexión, el momento, la oportunidad que aproveché, desesperado, para acabar con una temporada aciaga de mi vida que había comenzado cuando cerraron la fábrica para recalificar los terrenos y tuve que empezar a aceptar trabajos por cuatro duros. Mientras hubo obras en marcha la cosa fue medio bien, me apañaba con la paleta y sabía de electricidad, pero llegó la maldita crisis y las cosas se torcieron aún mas. Maria enfermó y su enfermedad no solo se llevó la alegría de la casa, sino que consumió buena parte de los ahorros que habíamos podido reunir durante tantos años de esfuerzo. Al final tuvimos que malvenderlo todo a estafadores y usureros que aparecieron por allí oliendo la carroña, como un tal López, que enseguida se hizo muy amigo del alcalde. Juntos, querían echarnos de nuestra casa porque al recalificar unos terrenos cercanos, la Ley nos obligaban a pagar las obras de urbanización a los vecinos y muchos de nosotros no podíamos hacerlo. El banco, junto con López y el alcalde, habían planeado la jugada para hacerse con todo y construir una urbanización de lujo.

Pero justo cuando estaba más desesperado, un pequeño golpe de suerte hizo que me saliera un trabajo en el banco para arreglar los baños y hacer algunas chapucillas en la sucursal. Como querían gastarse poco dinero, acepté trabajar en negro, los fines de semana y por las tardes. No tuvieron más remedio que dejarme ver los planos ya que las instalaciones eran muy viejas y podía acceder a todas las dependencias del banco. Una tarde, estando revisando la instalación eléctrica, me di cuenta de lo fácil que sería entrar por un tabique muy delgado que comunicaba con la tienda de al lado, pero deseché la idea. Lo mío siempre había sido trabajar. Al fin y al cabo yo era una persona honrada, pensé para mis adentros. Pero al día siguiente mientras revisaba el falso techo escuché sin querer, a través de los conductos de ventilación, una conversación en el despacho del director, que me hizo cambiar de opinión...

Escuché la voz del Alcalde, también pude distinguir que estaban López, una mujer y el director. Entre los cuatro hablaban de repartirse un suculento adelanto que recibirían de la constructora a la cual le habían prometido unos terrenos donde construir una urbanización de lujo y un campo de golf. 

Según decían, el dinero, varios millones, llegarían en efectivo el viernes siguiente justo antes de empezar las fiestas y el director se encargaría de guardarlo en una de las cajas de seguridad: la 533, la de López: “la más grande”, les escuché bromear entre carcajadas.

En ese momento decidí que esa sería mi oportunidad. Así que lo preparé todo para dar el golpe durante las fiestas del pueblo. Bastó con dejar unos falsos tabiques tapados con placas de escayola, un acceso por el falso techo a la sala de las cajas de seguridad y un circuito eléctrico alternativo para inutilizar las cámaras de vigilancia durante unas horas. Del Bar de Manolo, donde comía a diario, me procuré unos restos de bocadillos y latas de bebidas vacías, lo metí todo en el congelador dentro de bolsas, procurando no dejar huellas. En dos días ya lo tenía todo preparado, y solo quedaba esperar.

El viernes por la mañana pude ver como un furgón blindado dejó varias sacas de dinero que el mismo director se encargó de guardar. Por la tarde le dije al interventor que tenía que salir antes y me marché dando un fuerte portazo. En realidad, volví sobre mis pasos sin que me vieran y me escondí en un hueco que había preparado en el almacén moviendo una estantería medio metro hacia delante esperando a que todos se hubieran ido.

Pasadas las dos de la madrugada, cuando estuve seguro de que no quedaba nadie y aprovechando el ruido de la verbena en la plaza, hice un agujero en el tabique que comunicaba con la tienda de al lado, moviendo los escombros para dejarlos dentro del banco y tapé mi escondite con los tabiques de pladur y la estantería. Por el hueco que había preparado en el falso techo me colé dentro de la sala de las cajas, anulando las cámaras y las luces con el puente eléctrico que había instalado y busqué la 533. No me resulto difícil reventar la cerradura y sacar el contenido. Efectivamente había muchísimo dinero, todo en billetes de 100 y 200 euros, algunos documentos y dos libretas negras. Lo guardé todo en una mochila, y antes de marcharme tuve la precaución de dejar esparcidos por el suelo varios de los billetes y los restos de comida congelada. Además abrí otras cajas y tiré por el suelo todo lo que se encontraba dentro, organizando un pequeño caos. Al cabo de media hora, salí del banco por el boquete que comunicaba con la tienda y desde allí escapé por la puerta de atrás que daba a un callejón. rompiendo la cerradura por fuera para hacer ver como que la habían forzado. 

Dos calles más abajo había un solar, limpiado de escombros recientemente, donde López pretendía construir un hotel. Salté la tapia y escondí la mochila en el hueco de una vieja chimenea que había al fondo, tapé el agujero con una madera que había dejado allí. Volví al callejón y me quité el mono, los guantes y la gorra que llevaba. Los metí en una bolsa de basura y los arrojé a un contenedor tres calles más para allá. Rodeando la verbena de la plaza, me fui hacia el bar de Manolo, antes de entrar cogí una pequeña botella de coñac que había preparado, le eché un trago, me tiré el resto por encima, y entré dando tumbos en el bar. 

No me fue difícil encontrar unos jovencitos forasteros con ganas de bronca. Me costó una paliza y pasar entre el cuartelillo y el hospital esa noche y todo el día siguiente, pero ya tenía fabricada la coartada perfecta. Cuando el lunes por la mañana entraron a trabajar al banco, yo estaba saliendo de las urgencias del hospital acompañado por un enfermero, con un brazo en cabestrillo, el ojo morado y contusiones en todo el cuerpo. Por supuesto no puse ninguna denuncia, y cuando la policía me fue a buscar a casa como sospechoso por el atraco, solo tuve que enseñarles el parte de lesiones del Hospital. Registraron toda la casa, la furgoneta, el patio … me estuvieron interrogando muchas horas y me llevaron a comisaría para comparar mis huellas, pero al cabo de dos días, me dejaron tranquilo.

Ese mismo jueves, fui al banco a decirle al director que no podía acabar las obras de la sucursal; a cobrar por el trabajo realizado y a decirles que si querían les enviaba a un amigo que las podría terminar. Me recibió visiblemente nervioso, sin casi mirar mi factura me pagó en efectivo y me dijo que no hacía falta que viniera nadie, que ya se las apañarían. Al salir hablé con la interventora que me contó como la policía había tomado huellas de todos los empleados y de que le habían comentado que el trabajo parecía obra de unos profesionales que buscaban algo en concreto. Todos ellos eran sospechosos, el Director sobre todo.

Tardé dos semanas en volver al solar. Una madrugada recuperé la mochila y con la excusa de que tenía que descansar de la paliza, me marché lejos con Pablo. Paramos en un camping, a mucha distancia de nuestra ciudad y allí pude ver, por fin, lo que tenía la mochila. Más de tres millones de euros en billetes usados de todos los tamaños en paquetes sellados al vacío; documentos de escrituras de propiedades a nombre de López y de otras personas y, lo mejor de todo: las libretas. Una relación detallada de nombres, fechas y cantidades pagadas, a políticos y funcionarios municipales de varias ciudades como prueba irrefutable de sus sobornos y malas artes.

El dinero lo guardé en un escondite que construí, al volver, en casa y continué con mi vida normal. Poco a poco, pasó el tiempo. Pablo iba creciendo y eso me permitía dejarlo con una tía contándole la excusa de que me había salido un trabajo en otra ciudad. Fui cambiando, sin prisas, todo el dinero hasta hacerlo desaparecer. Con el dinero limpio, me compré una pequeña casa en una ciudad al otro lado del país, la reformé, la amueblé y abrí un comercio. Al cabo de tres años, cogí a mi hijo, cerré la casa y desaparecí. Mientras, aprovechando cada viaje, iba dejando cartas anónimas con fotocopias de las libretas de López destinadas a dos conocidos periodistas. Poco a poco les fui enviando las piezas de un puzzle que solo se podía componer si juntaban las informaciones que les había ido enviando. Al final, le conté la verdad a uno de los dos y este publicó inmediatamente su parte, el otro se dio cuenta rápidamente de que lo que tenían en las manos era una bomba y, sin que sirviera de precedente, decidieron colaborar. 

A López lo pillaron tratando de cruzar la frontera de Brasil escondido en un camión de piñas. Al alcalde y al director del banco les acusaron de complicidad y les cargaron el muerto del atraco. Uno a uno fueron cayendo concejales, secretarios y toda la trama de políticos y funcionarios corruptos y, al final supe de carambola, quién era aquella mujer que escuché hablar en el banco: la abogada de la compañía constructora que pagó, con su cargo y varios años de cárcel, las culpas de su empresa. Una vez todo estuvo en orden quemé las libretas.

Hoy, es día de Fiesta y volviendo a ver desde la acera en enfrente, la estatua del ángel alado que corona el edificio del banco, en la misma puerta del Bar de Manolo y con Pablo a mi lado, disfrutando de las risas y de la música, no puedo dejar de sonreír al pensar en que la única persona que podía haberme delatado, la única que sabía que había jurado dejar de beber sobre la tumba de Maria, la que me había escuchado todas las penas durante años y sabía exactamente por todo lo que había tenido que pasar: Manolo, el del Bar, hubiera recibido, casualmente, una suculenta oferta por su local a los dos meses del atraco por parte de un abogado que después de vaciarlo, lo mantuvo cerrado durante un año, hasta que se lo vendió a unos chinos.

Miro la estatua y pienso en Manolo: en las veces que me había confesado su sueño para cuando pudiera jubilarse y marchar al sur, al pueblo de sus padres a tostarse al sol y pescar. Pienso en su mirada interrogante aquella noche y en el leve guiño que le mandé antes de recibir el primer puñetazo. 

Nunca volví a saber de él, pero me consta que todas las navidades, mi tía que también lo conocía y a la cual nadie va a tirar de su nueva casa, recibe una postal donde se ve una playa llena de barcas de pescadores. No lleva remitente y solo pone: “Feliz día de fiesta”, pero para mí, eso es más que suficiente.


Texto: Ricardo García
Twitter: netbookk
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